otro ejercicio de clase.
MUCHO GUSTO
--Clac, clac.
--¿Qué haces?
--Me pasa algo en la boca. Tengo una sensación rara, como si tuviese la lengua de plástico.
Me besó. Su lengua me acarició los dientes, me rascó el paladar.
--¡Para! -Me retiré con violencia.
--¿Qué pasa?
--No sé qué estás haciendo, pero me resulta desagradable.
Me fui al baño con su expresión herida de asombro grabada en las pupilas. Me miré en el espejo. Una mujer de pelo ralo y pajizo, grandes ojos de un gris apagado, con ojeras y casi disgusto por estar despierta me sostuvo la mirada. «¡Estás loca! Bueno, solo un poco más quizá».
Me duché oyendo cómo él preparaba el desayuno. El borbotear del café llegó a terminar de despertarme. Me lavé los dientes y la pasta no sabía a nada. «Loca. Puede que del todo». La pasta sabía a menta. Lo sabía. Lo recordaba. Casi podía sentirlo.
Tomé la taza de café que me ofrecía. Sorbí un poco. Quemaba. Su calor era el de todas mis mañanas con él, el de casa, el de un día que comienza, el del café. A eso debería haber sabido, pero no sabía a nada.
--Me pasa algo raro. Creo que voy a ir al médico esta mañana -dije tragando el granuloso mejunje de avena húmeda de leche, que había perdido todo el encanto de su dulzor.
No sirvió de nada. El doctor me miró y me remiró. Me hizo describir de nuevo el tacto de plástico que sentía en la lengua. Comprobó mis papilas gustativas, me examinó la garganta, la nariz, el oído, acabó mandándome a un especialista.
Se desató una tempestad de pruebas, en la que la incertidumbre estallaba en ataques de llanto o se concentraba en mutismos profundos.
La mujer del espejo me miraba cada vez con los ojos más hundidos, la mirada menos luminosa, el rictus más sombrío. También ella podría haberme dado el diagnóstico al que llegaron los médicos: había perdido, simplemente, el gusto de vivir.
(imagen: Joven peinándose ante el espejo, William Paxton, 1909).
1 comentario:
Como no podía ser de otra manera me dejas muerta!!! Deberías escribir tu propio libro y lo digo muy en serio!
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