jueves, 16 de marzo de 2023

inspiración de una gran mente

La necesidad de emplear otra palabra en lugar de la más evidente, de la más simple, de la más neutra (estar – hundirse; ir – caminar; pasar – hurgar) podría llamarse reflejo de sinonimización – reflejo de casi todos los traductores. Tener una gran reserva de sinónimos forma parte del virtuosismo del «gran estilo»; si en el mismo párrafo del texto original aparece dos veces la palabra «tristeza», el traductor, ofuscado por la repetición (considerada un atentado contra la elegancia estilística obligada), sentirá la tentación, la segunda vez, de traducirla por «melancolía». Hay más: esta necesidad de sinonimizar se ha incrustado tan hondamente en el alma del traductor que elegirá enseguida un sinónimo; traducirá «melancolía» si en el texto original hay «tristeza», traducirá «tristeza» allí donde hay «melancolía».
Admitamos sin ironía alguna: la situación del traductor es extremadamente delicada: debe ser fiel al autor y al mismo tiempo seguir siendo él mismo; ¿cómo hacerlo? Quiere (consciente o inconscientemente) conferir al texto su propia creatividad; como para darse valor, elige una palabra que aparentemente no traiciona al autor pero que, no obstante, es de su propia cosecha. Lo compruebo en este momento en que repaso la traducción de un pequeño texto mío: escribo «autor», el traductor traduce «escritor»; cuando digo «verso», él traduce «poesía»; cuando digo «poesía», él traduce «poemas». Kafka dice «ir», los traductores «caminar». Kafka dice «elemento alguno», los traductores: «nada de los elementos», «nada en común», «ni un solo elemento». Kafka dice «tener el sentimiento de extraviarse», dos traductores dicen: «tener la impresión», mientras el tercero (Lortholary) traduce (con razón) palabra por palabra, probando así que la sustitución de «sentimiento» por «impresión» no es en absoluto necesaria. Esta práctica sinonimizadora parece inocente, pero su carácter sistemático embota inevitablemente el pensamiento original. Y además, ¿por qué?, diablos. ¿Por qué no decir «ir» si el autor dice «gehen»? ¡Oh, señores traductores, no nos sodonimicéis!

Milan Kundera, Los testamentos traicionados 
(trad. de Beatriz de Moura, 1994, Tusquets Editores, pp. 116-117).


p.s. de mi antiguo blog "aquí se traduce". 

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